Algunos de mis alumnos de Ética se escandalizan cuando les hablo
del sistema penitenciario noruego: condenas muy breves, prisiones que
parecen pueblos idílicos, presos que, además de estudiar o
trabajar, esquían, pasean en bici, cocinan o usan el ordenador en
espaciosas celdas individuales a las que acceden con su propia
llave... Como el objetivo fundamental es la rápida reinserción de
los reclusos, se les permite vivir casi como si estuvieran en
libertad. Mis alumnos no dan crédito. Cuando añado que el índice
de reincidencia en Noruega es el más bajo del mundo (un 20%, a
diferencia de países como EEUU, donde llega al 76%), algunos se
muestran indignados. «Sí –me dicen–, es posible que el sistema
noruego sea más eficaz; pero no es justo». «¿Por qué? –les
pregunto yo–». «Muy sencillo, profe: porque los criminales tienen
que sufrir, tal como han hecho sufrir a los demás». Estas dos ideas de justicia, la «ley del talión» que citan mis
alumnos, y el principio de reinserción de las cárceles noruegas, no
solo están en las antípodas en cuanto a cómo hay que responder al
mal (con lo mismo –la venganza–, o con lo otro –el bien de
rehabilitar al preso–), sino también en cuanto a cómo interpretar
ese mismo mal. Para tratar este asunto empecemos por un sencillo dilema. Veamos... (Para leer el artículo completo pulsar aquí).
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