Todos tenemos la experiencia de equivocarnos, es decir, de creer algo que, según descubrimos luego, no corresponde con la realidad.
Por otra parte, nuestra mente es una máquina de generar creencias o representaciones (percepciones, imágenes, sueños, pensamientos...), a menudo distintas y contrapuestas. ¿Cuáles serán correctas o verdaderas?...
Solo los animales y los ingenuos confunden el mundo con lo que creen que es el mundo. A los demás nos corroen las dudas. ¿Hay alguna certeza absoluta? A lo más, la certeza de la propia duda (siempre dudamos, por tanto nuestra duda y nuestra mente si que son ciertas, pensaban San Agustín o Descartes). De todo lo demás, solo sabemos que no sabemos nada (nada seguro).
Ahora bien, nadie puede vivir en la inopia permanente. La experiencia (del error y la duda) es también la madre de la filosofía y la ciencia. El hombre es desconfiado, duda de las apariencias, de lo que le parece a él o a los demás que son las cosas, pero por eso mismo pregunta, razona y construye teorías sobre lo que podrían ser realmente (teorías que son, de nuevo, una y otra vez, puestas en cuestión). El filósofo no es más que la versión extrema de esta actitud de desconfianza. Se lo cuestiona constantemente todo, y de todo pide explicación. De ahí, quizás, su extravagancia, y su impertinencia...
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